sábado, 25 de enero de 2014

La Orden de Cluny y el Camino de Santiago

El 11 de septiembre de 909, el duque Guillermo I de Aquitania dona a 'los Santos Pedro y Pablo', esto es, a la Santa Sede, una propiedad en Cluny cerca de la ciudad de Mâcon para que se edificase un monasterio. El carácter de la donación implicaba la independencia del monasterio o abadía de Cluny respecto de cualquier poder laico o eclesiástico, lo que permite al abad Bernon, con monjes procedentes de las abadías de Gigny (Franco Condado) y de Baume (Jura), emprender una profunda renovación monástica volviendo a los principios de la regla fundada por San Benito de Nursia a mediados del siglo VI y poniendo el acento en la liturgia y la oración. De esta forma comienza la andadura de una de las organizaciones más decisivas en la historia de Occidente: la orden benedictina de Cluny.



El papa Juan XI confirmaría en el año 932 la independencia de los monasterios de Cluny. Gracias a esta exención, la orden benedictina de Cluny se sustraía tanto a la autoridad de la diócesis correspondiente como a la del rey de los francos y gozaba así del privilegio de la libertad romana, lo que constituiría la base de una verdadera supranacionalidad de la Orden estructurada jerárquicamente, frente a la habitual dispersión y disgregación que los monasterios benedictinos habían tenido hasta entonces.



Las abadías reformadas aceptaban la unión bajo una autoridad centralizada de la abadía de Cluny, a la que pagaban un censo anual, perdían generalmente el rango abacial y pasaban a ser simples prioratos. Tenían a la cabeza un gran prior y los grandes podían tener bajo su responsabilidad otros más modestos que eran dependientes de Cluny.


Cluny no se desvinculó de la mentalidad del feudalismo de su época. En el interior de la organización utilizaba conceptos feudales. La relación de cada monje con el abad de Cluny seguía un modelo del vasallaje. El señor del monasterio era el abad y cada monje en el momento de la profesión rendía homenaje al abad. La mayor parte de los monjes procedía de la nobleza. Los trabajos físicos eran realizados por los siervos, reservándose a los monjes la labor intelectual
-scriptoria- donde se realizaban la copia de manuscritos.



La Orden Benedictina de Cluny no sólo fue el mayor centro de difusión espiritual del cristianismo europeo medieval, sino también uno de los principales focos de la vida intelectual y artística de Occidente. Fue la cuna de muchos teólogos, moralistas, poetas e historiadores.




La arquitectura es otra muestra de la pujanza y el poder de Cluny contribuyendo decisivamente al esplendor del arte románico. Así, la tercera iglesia abacial edificada en Cluny entre 1088 y 1118, financiada por el rey de Inglaterra y el rey Alfonso VI de Castilla, puede considerarse como una de las obras cumbres del románico europeo. Cluny III era un enorme templo de casi 200 metros de longitud. Tenía un pórtico de tres naves precedido por dos torres. Desde este pórtico se accedía a la iglesia de cinco naves de gran altura, dos cruceros con dos capillas. La cabecera tenía una girola y cinco absidiolos. El crucero más cercano a la nave era más alto, largo y ancho. Tenían un gran número de ventanas, especialmente en la cabecera. No hay tribuna, pero se empiezan a utilizar los arbotantes. Tenía decoración de arquillos lombardos.



La gran cantidad de fundaciones de la Orden de Cluny tuvo relevantes consecuencias sociales, políticas, económicas e incluso militares en los distintos reinos. El siglo XI fue el de máximo esplendor para la Orden, debido en buena medida por la extrema longevidad y estabilidad de los mandatos de dos abades que abarcaron todo el siglo, el abad Odilón (994-1049) y Hugo el Grande (1049-1109). En el siglo XI la Abadía de Cluny llegó a contar entre 400 y 700 monjes, y extendía su absoluto dominio sobre 850 casas en Francia, 109 en Alemania, 52 en Italia, 43 en Gran Bretaña y 23 en la Península Ibérica, agrupando a más de 10.000 monjes en total, sin contar su innumerable personal subalterno.



El Papado no dudó en utilizar, siempre que tuvo ocasión, a la orden de Cluny como punta de lanza de su política de centralización y el símbolo de la reforma gregoriana, como fue el caso de la Península Ibérica, en donde la abolición del rito mozárabe y la reorganización eclesiástico-monástica estuvieron unidas íntimamente.



A partir del siglo XI la población europea logra salir del aislamiento de épocas anteriores e inicia una serie de contactos e intercambios que, en el campo religioso, llevarán a hacer de la peregrinación la forma más difundida de devoción El número de peregrinos aumenta extraordinariamente a Roma, a Jerusalén y a Santiago de Compostela.



Desde el siglo IX, el hallazgo de “las reliquias del apóstol”, difundido por Carlomagno que veía un modo de defender sus fronteras de la presión musulmana, hizo de Compostela - en el extremo Oeste europeo- un centro de peregrinaje. Pero el verdadero apogeo de la peregrinación jacobea, se produce, cuando la orden cluniacense, convierte el Camino de Santiago en el principal eje de difusión de sus ideas. Esta pasión fundadora de los llamados Monjes Negros es el factor determinante en la dinamización de la peregrinación jacobea.



Una labor apoyada, por otra parte, por los monarcas peninsulares, en su deseo de romper con el aislamiento con el resto de la Cristiandad, y establecer lazos dinásticos, culturales y religiosos. Los reyes de León, de Castilla y de Navarra, favorecerán en todo lo posible la constitución y proyección de la red de monasterios cluniacenses en el norte de España y singularmente alrededor del Camino. Gracias a las generosas donaciones realizadas por los monarcas hispanos en tierras, prioratos y villas, la orden de Cluny alzó puentes, hospitales, iglesias y monasterios, como San Zoilo en Carrión de los Condes, San Isidro de Dueñas (Palencia) y San Benito en Sahagún.



En el siglo XII, Aymeric Picaud, clérigo vinculado a Cluny, peregrinó a Santiago de Compostela, de cuya experiencia escribió el Liber Peregrinationis. Es una especie de guía del Camino de Santiago que acabó hacia el año 1140, incluida en el libro V del Códice Calixtino, también llamado "Liber Sancti Jacobi". Es considerada la primera guía turística de la historia.



Incluye un pormenorizado y exacto estudio del Camino de Santiago, con una visión muy particular, y en muchos casos despectiva de los pueblos ibéricos que atravesaba el Camino, reflejada en gran cantidad de detalles anecdóticos, descripciones de pueblos, avisos de peligros, etc., que actualmente son el mejor testimonio para el estudio de aquella etapa histórica.



Picaud dividía el itinerario, a través del camino francés, en trece etapas perfectamente delimitadas, cada una de las cuales se hacía en varios días, según el ánimo de cada grupo de peregrinos, a razón de unos 35 kilómetros diarios a pie, o casi el doble si era el caballo el medio de locomoción elegido. Señala las distancias entre pueblos, los santuarios y monumentos del trayecto, e incluye observaciones sobre gastronomía, potabilidad de las aguas, carácter de las gentes y costumbres de los pueblos.



Las riquezas acumuladas, gracias a los peregrinos, permitirían a un obispo emprendedor, Diego Gelmírez, conseguir que el papa Calixto II, tío del futuro emperador leonés Alfonso VII, otorgara a Santiago de Compostela la dignidad de arzobispado. También fue Calixto II quien instauró el Año Jacobeo, que habría de celebrarse cada año en el que el 25 de julio, festividad de Santiago Apóstol, coincidiese en domingo. Asimismo todos aquellos peregrinos que visitaran la tumba del Apóstol en el transcurso de un Año Jacobeo ganarían el Jubileo (Indulgencia plenaria). La conjunción de estos privilegios y el apoyo de la Orden de Cluny impulsaron en gran manera las peregrinaciones a Santiago de Compostela durante toda la Edad Media.

MAG


jueves, 16 de enero de 2014

Pedro Abelardo, pensador inconformista del siglo XI

Ya a finales de la travesía del desierto cultural en Europa entre los siglos VIII a XI surge la figura de Pedro Abelardo (Pierre Abélard), como un importante contribuyente al método escolástico, un ilustrado oponente del oscurantismo y un continuador del renacimiento del saber que tuvo lugar en la época carolingia.

Pedro Abelardo  nació en 1079 en Pallet, cerca de Nantes (Francia), en el seno de una familia noble bretona. Abelardo desdeña el oficio de las armas propio de su condición y, a los 20 años de edad, tras una educación básica recibida de su padre y de otros maestros en Tours, se desplaza a París donde recibe enseñanzas en la escuela catedralicia de Notre-Dame del prestigioso maestro Guillermo de Champeaux (Guillaume de Champeaux), defensor del realismo aristotélico, quien se vio obligado a modificar ante la brillante argumentación de su discípulo partidario del nominalismo.

Se opone a las enseñanzas de su maestro en la famosa 'Querella de los Universales' (Querelle des Universaux), intentando responder la pregunta de Porfirio: los universales, ¿existen en la realidad o solamente en el pensamiento?. Abelardo sostiene que el universal es aquello que puede predicarse de varias cosas, y no hay cosas que puedan predicarse de otras, ya que cada una es ella misma. Por lo tanto, la universalidad no puede atribuirse a las cosas sino sólo a las palabras, es una función lógica de determinadas palabras (ya que también hay palabras particulares, que sólo pueden predicarse de un individuo, como por ejemplo un nombre propio).

Su antiguo maestro es nombrado obispo de Chalons-sur-Marne, y Abelardo ascendido a jefe de la escuela de París, donde alcanzó el apogeo de su celebridad.

Destaca Pedro Abelardo por la originalidad de su pensamiento y funda una escuela de retórica y de teología. Sus ideas se propagan rápidamente entre los intelectuales, quienes lo consideran como uno de los más brillantes filósofos de su generación. Su escuela atrae a más de 3000 oyentes de todas las naciones de Europa, entre ellos al que sería Papa con el nombre de Celestino II.  El historiador Charles de Rémusat escribe: «Por todas partes se hablaba de él; desde Bretaña, desde Inglaterra, del país do los Suevos y de los Teutones venían gentes a oírle: la misma Roma llegó a enviarle alumnos. Los transeúntes se detenían a su paso para contemplarle; los vecinos de las casas bajaban a sus puertas con el fin único de verle, y las mujeres levantaban las cortinas que cubrían los vidrios ruines de sus estrechas ventanas. Habíale adoptado París por hijo suyo y le consideraba como a su lumbrera más esclarecida. Enorgullecíase en poseer a Abelardo y celebraba unánime este nombre, cuyo recuerdo, aun después de siete siglos, es popular todavía en la ciudad de todas las glorias y de todos los olvidos. Pero no brilló solamente en la escuela. Abelardo conmovió la Iglesia y el Estado y ocupó preferentemente la atención de dos grandes concilios.»

Abelardo fue precursor del proceso histórico por el que creció la influencia de Aristóteles respecto de la de Platón en la teología cristiana. La aplicación a los estudios teológicos de la dialéctica trajo el espíritu de análisis y controversia que es al propio tiempo el defecto y la honra de la escolástica. Pedro Abelardo puede ser considerado en justicia como el primero que hizo esta aplicación y, por consiguiente, como el fundador de la filosofía de la Edad Media. La principal tesis dialéctica de Abelardo es que la verdad debe alcanzarse sopesando con rigor todos los aspectos de una cuestión y se presentó en Sic et Non (Así y de otra forma). En ella presenta afirmaciones de las Sagradas Escrituras y de los Padres de la Iglesia aparentemente contradictorias. Con ello busca mostrar que no debe utilizarse el criterio de autoridad en Teología de un modo arbitrario. Este método será retomado por Tomás de Aquino en su Summa Theologicæ, donde cada afirmación se presenta con las autoridades que se manifiestan a favor y en contra, para luego arribar a una solución. Si bien es cierto que Pedro Abelardo tuvo un exagerado optimismo sobre la capacidad de la razón para comprender los dogmas, intentando incluso interpretar racionalmente el de la Santísima Trinidad, no es menos cierto que consideraba que la autoridad de la fe está por encima de la razón, y que la finalidad principal de ésta es esclarecer las verdades de fe y refutar a los infieles. 



Sin embargo, Abelardo es conocido por el gran público no por sus escritos de lógica o de teología, sino por su trágica relación sentimental con Eloísa (Héloïse), una de sus jóvenes pupilas, quien destacaba no sólo por su belleza sino también por su inteligencia y sus conocimientos. El canónigo de la catedral de París, Fulberto, tío y tutor de Eloísa desde el fallecimiento de sus padres, consciente de la brillantez de su sobrina, desea prepararla para el matrimonio con algún miembro de la nobleza. A tal fin, nombra al maestro Abelardo preceptor de Eloísa alojándolo en su propia casa. Pronto la admiración de la joven por su preceptor da paso a una relación amorosa entre ambos, fruto de la cual nace un niño al que ponen el nombre de Astrolabio, pues Eloisa aseguraba que la concepción se había producido la tarde en que el temario de las clases señalaba el estudio del astrolabio.

El canónigo Fulberto propone que Abelardo y Eloísa contraigan matrimonio. Abelardo accedió de buena gana a la proposición de Fulberto; pero Eloísa, que temía que la divulgación de su matrimonio pudiese perjudicar la carrera universitaria de Abelardo se opuso de manera radical a la boda. Al final cedió con la condición de mantenerlo secreto. Con esta reserva el matrimonio se celebró en París. El airado tío, tras esta primera victoria en la lucha por restaurar el honor perdido, presionó para dar publicidad al vínculo y de esta manera normalizar la situación a los ojos de la sociedad. Era el año 1118.

De nuevo se opuso Eloísa, quien llega a realizar un juramento formal de que jamás se hubiera casado. Fulberto, creyendo que Abelardo quería obligarla a hacerse monja para librarse de ella, juró vengarse, y en breve encontró medio de ejecutar su feroz venganza. Sobornó a un criado del filósofo para que les franquease el paso, y una noche, entrando con dos facinerosos en el cuarto de Abelardo, le castran huyendo a continuación.

El escándalo es enorme pues se ha aplicado un castigo reservado a los adúlteros. Tratándose además de una venganza particular cometida en el seno capitular de Notre-Dame, la consternación se propaga por toda Francia. A los dos malhechores se les aplica la Ley del Talión después de sacarles los ojos. A Fulberto se le suspende de sus órdenes, se le confiscan todos sus bienes y es desterrado.

Eloísa permanece en el convento de Argenteuil donde poco después toma los hábitos aunque sigue manteniendo correspondencia con su marido entre los años 1132 y 1135, quien, incapacitado para ejercer oficios eclesiásticos, se vio obligado a ingresar como fraile en el monasterio de San Dionisio (Saint-Denis).

Los discípulos de Abelardo suplicaron con grandes instancias a su maestro que reanudase sus lecciones: él accedió por último y abrió desde luego en Saint-Denis su cátedra, que trasladó muy pronto a Saint-Ayoul, cerca de Provins. Renováronse entonces los triunfos y las glorias de Pedro Abelardo, cuyo resultado fue despertar envidias y producir celos en los demás maestros. Inspirados acaso por fervor religioso, quizás también por espíritu de venganza, tal vez obedeciendo a sugestiones del uno y del otro, todos ellos se declararon unánimemente contrarios a las doctrinas expuestas por Abelardo en su obra De unitate et trinitate divina que trataba sobre el dogma trinitario: “Lo compuse a requerimiento de los alumnos mismos que me pedían razones humanas y filosóficas, que se entendieran mejor que se expresaran. Me decían que es superfluo proferir palabras a las que no sigue la compresión o la inteligencia. Ni se puede creer nada si antes no se entiende.” El libro fue condenado y tuvo que ser quemado de manos del propio Abelardo en el Concilio de Soissons de 1121 debido a que su explicación les pareció errónea a los teólogos del Concilio. Abelardo, por su parte, fue recluido en el monasterio de San Medardo (en Soissons), desde donde poco después fuera enviado a Saint-Denis, del que tiene que huir por discrepancias con los propios monjes del monasterio.

Buscando asilo, Abelardo, decide retirarse esta vez a una pequeña ermita cercana a Troyes donde, seguido por sus estudiantes, funda una escuela que llama el Paráclito. En 1125 fue elegido abad por los monjes de Saint-Gildas-de-Rhuys, en la Bretaña más occidental, pero de nuevo surgen discrepancias con los monjes que hacen que se vaya del monasterio. En 1129 regresa al Paráclito donde funda un monasterio de religiosas con la aprobación de Inocencio II en 1131 y del cual hizo abadesa a Eloísa. Durante esta época escribe la Historia calamitatum, su autobiografía.

Abelardo fue también un precursor del diálogo intercultural con su obra inacabada “Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano (”Dialogus inter Philosophum, Judaeum et Christianum") . En la evolución de la ética, la mayor contribución de Abelardo fue sostener que un acto debe ser juzgado por la intención que guía a quien lo realiza.

Pedro Abelardo escribió sobre ética, teología y dialéctica, así como poesía e himnos religiosos. Dotado también para la música, Abelardo compone para Eloísa canciones de amor e himnos para la abadía del Paráclito, donde Eloísa es la abadesa, muy valorados como música medieval. Componía también en lenguaje sencillo y aun vulgar, canciones que solazaban extraordinariamente a las damas y divertían sobremanera a los estudiantes.

A medida que eran mayores los progresos de su escuela, se acrecentaba también la hostilidad contra el fundador. Entre los nuevos enemigos de Abelardo, el más vehemente fue Bernardo de Claraval (Bernard de Clairvaux), abad de Clairvaux, punto poco distante del Paráclito. 

En muy poco tiempo San Bernardo había reunido en aquel lugar, bajo la ley de piedad ardiente y de una vida severa, muchos sombríos cenobitas que en su presencia temblaban: tanto era el respeto, el miedo y el amor que a un tiempo mismo les inspiraba. Por contra, la escuela fundada por Abelardo venía a ser como una tribu libre que acampaba en despoblado solamente por gustar el placer de aprender y de admirar, de buscar la verdad en la contemplación de la naturaleza, y que veía en la religión antes una ciencia que una institución; más que una causa, un sentimiento. Como San Jerónimo en el desierto, Abelardo, según él mismo dice, se complacía en este contraste de la vida campestre y ruda del cuerpo con los refinamientos de la ciencia y las delicadezas del espíritu.

Dos escuelas establecidas en lugares tan próximos y que desarrollaban principios tan diferentes no podían dejar de ser rivales; más aún, enemigas.

Más tarde, Abelardo se introduce en el campo de la teología, aplicando el método dialéctico en su estudio lo que desembocará un siglo más tarde en la escolástica. En teología la doctrina de Pedro Abelardo se basa en el principio de que es imposible alcanzar el conocimiento del mundo sin repudiar el realismo de las cosas. Sus innumerables innovaciones en materia de la fe escandalizan a Bernardo de Claraval, quien consigue que en 1140 el concilio de Sens condene a Pedro Abelardo por el escepticismo y racionalismo de 17 de sus postulados. Abelardo, que desea defenderlos ante el Sínodo, no lo consigue y se dirige a Roma en cuyo camino acepta la hospitalidad de Pedro el Venerable, abad de Cluny, quien le retuvo durante algunos meses hasta que consigue para Abelardo el perdón del papa, y llegó hasta reconciliar a Abelardo con San Bernardo. 

Sin embargo, sus fuerzas disminuían rápidamente y una enfermedad muy dolorosa de la piel le privaba de reposo. Se le aconsejó el cambio de aires y fue enviado al priorato de San Marcelo, cerca de Chalons. En aquel alejamiento del mundo continuó su vida de aplicación y de estudio. A pesar de su debilidad y de sus sufrimientos no pasaba un momento sin rezar o leer, sin dictar o escribir. De pronto sus dolencias crónicas tomaron un carácter alarmante y murió resignado y tranquilo a la edad de sesenta y tres años el 21 de abril de 1142.

Cinco fueron las sepulturas en las que se enterraron los restos de Abelardo. La primera en el propio Priorato benedictino de Cluny, donde falleció, desde abril a diciembre de 1142. Desde 1142 hasta 1792 en la abadía del Paráclito, cerca de Troyes, donde Eloísa vivió sus últimos años y murió. De 1792 a 1800 los restos de Abelardo y Eloísa son trasladados a la iglesia de Nogent-sur-Seine, en la orilla izquierda del Sena. La cuarta sepultura de Abelardo y tercera de Eloísa en el convento de los Agustinos Menores en París y finalmente desde 1817 hasta nuestros días los restos de Abelardo y Eloísa reposan en el panteón diseñado por el arquitecto Alexandre Lenoir en el cementerio del Père-Lachaise, en el distrito XX parisino. Tardío reconocimiento popular a este extraordinario pensador inconformista y a su pareja, que vivieron y sufrieron en pleno Medioevo.

lunes, 13 de enero de 2014

Alcuino de York, foco cultural en el siglo VIII

Aceptando gustosamente la propuesta que nos hizo el Profesor Abella, en su primera clase de este año, que, recordaréis, consistía en buscar las escasas aportaciones culturales en Europa durante los siglos VIII al XI, me centré, como él mismo sugirió, en el único reducto cultural de la Alta Edad Media, las Islas Británicas, donde destacaron Beda el Venerable (Venerable Bede) (672-735) y Alcuino (Alcuin) de York (735-804), tutelado por uno de los discípulos de aquél, el arzobispo Ecgbert.

Si bien la obra de Beda es ingente en tres planos distintos: el gramatical y científico, el de comentario de los textos sagrados y el histórico-biográfico, su enfoque parte de una visión más bien local, como no podía ser de otra forma, ya que jamás salió de Wearmouth-Jarrow.

La aportación de Alcuino de York, por contra, se sintió especialmente en el Continente y es por lo que me he decidido a cumplir el encargo escribiendo sobre su figura. 




Alcuino se formó en escuela de York, renombrada en la época como el centro de enseñanza de las artes liberales, literatura y ciencias, de la que llegó a ser director en el 778. Entusiasmado con la adquisición de libros, dotó a este centro de una magnífica biblioteca y lo convirtió en uno de los focos intelectuales más importantes de Europa.

La fama de la sabiduría de Alcuino se había extendido tanto que el  rey Carlomagno (742-812) le llamó para que asistiera a una reunión que había de congregar a los principales eruditos del momento.

En el año 781, el rey Elfwald de Northumbria envió a Alcuino  a Roma para trasladar su solicitud de ascender a arzobispado el obispado de York. En el viaje, y en concreto en la ciudad de Parma, Alcuino se encontró de nuevo con Carlomagno, quien insistió y logró que aquél aceptara dirigir la Schola palatina de su corte en Aquisgrán, de la que ya formaban parte otros ilustres maestros, como Piero de Pisa, Paulino de Aquileia, Rado y el abad Fulrad. En realidad, el proyecto de Carlomagno era mucho más ambicioso, ya que deseaba que el sabio inglés transmitiera a los francos el conocimiento de la cultura latina que había existido en la Inglaterra anglosajona y reorganizase por completo el sistema educativo en lo que muy pronto habría de ser el vasto Imperio carolingio, dirigiendo así la propagación de la cultura por todos los territorios que quedaban bajo su mando.

Alcuino de York aceptó la dirección de la Escuela palatina, cuyos primeros alumnos fueron el propio Emperador y sus hijos. Al igual que hiciera con la escuela episcopal de York, el sabio inglés convirtió este centro en el foco cultural más importante de Europa. Allí desarrolló una de las actividades por las que habría de pasar a la Historia: la invención de las letras minúsculas del alfabeto carolingio, un modelo de escritura cuya claridad, elegancia y simpleza favoreció sobremanera su difusión y, por ende, la propagación de los conocimientos.

Alcuino también participa de forma activa en las reuniones de la llamada Academia palatina, donde las mentes mejor dotadas de la Corte debaten bajo la presidencia del rey. La influencia que alcanzó sobre Carlomagno y su entorno, le convirtieron en el guía cultural de la monarquía franca: no sólo inspiró las reformas de la educación y la ortografía, cultivando la gramática, la retórica, la dialéctica y la aritmética, sino que también promovió la lucha contra la herejía adopcionista, propugnada por el obispo de Toledo, Elipando, quien afirmaba que la persona del Hijo de Dios no es la misma que la persona del hijo de José, y que al principio Cristo sería solamente hijo de María para más tarde ser adoptado por Dios Padre. Alcuino, como teólogo, intervino en el año 794 en el Concilio de Frankfurt donde defendió con brillantez la necesidad de que la Cristiandad rechazase de plano el adopcionismo.

Durante su etapa en Aquisgrán, Alcuino de York dirigió la realización de uno de los grandes tesoros bibliográficos de todos los tiempos: los Evangelios de Oro. Esta obra -sin duda alguna, la más valiosa entre el corpus de los denominados "códices carolingios"- comprende una serie de volúmenes escritos con letras de oro sobre un fondo de vitela púrpura coleada, e iluminados con bellísimas miniaturas. Al margen de estos trabajos de caligrafía y edición, Alcuino desplegó en la Escuela Palatina de Aquisgrán una intensa actividad educativa que le convirtió en uno de los grandes pedagogos de todos los tiempos. Elaboró muchos manuales de enseñanza, algunos de los cuales se conservan en la actualidad, como los titulados Grammatica, De orthographia, Dialectica y Dialogus de rethorica et virtutibus. En estas obras, Alcuino recurrió al sistema de preguntas y respuestas profusamente utilizado más tarde por Tomás de Aquino.

En su condición de intelectual y pensador, Alcuino prestó una singular atención al estudio de la Filosofía y la Teología, materias que abordó en algunos tratados, como De sanctae et individuae Trinitatis, De animae ratione (probablemente, su obra más personal, en la que presenta su propia teoría sobre la sensación fundada en el sujeto que siente) y De virtutibus et vitiis. Además, dirigió una notable revisión comentada de la Biblia (conocida como Biblia Alcuini o Biblia Caroli Magni), aprobada en el concilio de Maguncia en 813, y que durante más de tres siglo fue reconocida por la Iglesia como texto fundamental. Según una vieja tradición cristiana, Alcuino de York es considerado como el creador de la festividad de Todos los Santos. Y escribió, asimismo, una rica y variada cantidad de cartas que, recogidas luego en su Epistolario, configuran uno de los grandes pilares del conocimiento humano en la Alta Edad Media.

Alcuino, apasionado por la Aritmética, sostuvo que la creación del mundo se había llevado a cabo en seis días (recuérdese que, según las Escrituras, el Sumo Creador empleó el séptimo para  entregarse al descanso) porque el 6, y no otro, era, por excelencia, el número perfecto, ya que era igual a la suma de todos sus divisores. Y este requisito lo cumplía cabalmente el 6= 1 + 2 + 3,  es divisible por 1, 2 y 3.

Entre sus obras más notables dentro del campo de la Matemática y la Lógica, figura la titulada Propositiones ad Acuendos Juvenes, una colección de cincuenta y tres problemas recreativos que, en la actualidad, siguen conservando un gran interés como el conocido problemas de "El barquero, el lobo, la cabra y la col" o el problema LII, que se siguen empleando en las Facultades de Matemáticas para plantear complicados argumentos. 


En el año 796 Alcuino de York rogó al Emperador que le dispensara de sus labores docentes, pues su condición de sexagenario le aconsejaba buscar un apacible retiro donde poder descansar. Marchó entonces, con el beneplácito de la Corte de Aquisgrán, a la abadía de San Martín, en la localidad de Tours, donde asumió la dignidad de abad, fundando una academia de filosofía y teología tan innovadora que mereció la calificación de 'Madre de la Universidad'. Además los monjes de la abadía de Tours copiaron en letra minúscula carolingia numerosos tratados de la Antigüedad. Alcuino de York favoreció asimismo la multiplicación de scriptoria en otros monasterios para la difusión de los textos sagrados y de las obras profanas de la antigüedad grecolatina.

Entregado -según el bello testimonio personal que dejó escrito en su vejez- a la infatigable labor de acercar a unos la miel de las Sagradas Escrituras, y a emborrachar a otros con los vinos añejos de la Antigüedad, pasó el resto de su vida en la abadía de San Martín, donde la muerte le sorprendió en la primavera del 804, próximo ya a cumplir los setenta años de edad. Enterrado en la iglesia de la abadía, su epitafio reza así:

Dust, worms, and ashes now
Alcuin my name, wisdom I always loved,
Pray, reader, for my soul.



MAG

jueves, 2 de enero de 2014

Osio de Córdoba y el Concilio de Nicea


Siempre me asombró que el credo de la fe, posiblemente la oración más rezada durante más de 16 siglos por cristianos siríacos, coptos, ortodoxos, luteranos, anglicanos, ..., y católicos había sido redactada por un obispo hispano-romano, el cordobés Osio. Me refiero naturalmente al Credo de Nicea.


Osio nació en el año 257 en Córdoba, donde fue nombrado su obispo en el 296. Fue torturado durante las persecuciones de Diocleciano y Maximiano. Por contra, Constantino I lo nombró consejero para asuntos eclesiásticos, acompañando al emperador a Milán en el año 313, siendo posiblemente el artífice de su Edicto de Milán, por el que se permitió a los cristianos practicar su culto en todo el Imperio Romano. A partir de este momento, el emperador centra su esperanza en que la Iglesia pueda convertirse en una fuente de unidad para su atribulado imperio. El emperador no estaba interesado tanto en los detalles de la doctrina como en finalizar las disputas por desacuerdos religiosos entre los cristianos. Y así lo dejó escrito: "Mi designio era, entonces, primeramente traer los diversos juicios encontrados por todas las naciones con relación a la Deidad a una condición, por así decirlo, de uniformidad acordada; y, en segundo lugar, restaurar un tono saludable al sistema del mundo . . .".


A fin de zanjar la polémica trinitaria, entre las posturas de Arrio frente a Atanasio, y restablecer la unidad doctrinal de la Iglesia, que era ya un asunto de Estado, en el año 325 el emperador convocó el concilio ecuménico en Nicea (actualmente Iznik en Turquía) cerca de su residencia de Nicomedia. Este fue el primer concilio general de la historia de la Iglesia cristiana, a excepción del llamado concilio de Jerusalén del siglo I, que había reunido a Pablo de Tarso y sus colaboradores más allegados con los apóstoles de Jerusalén encabezados por Santiago el Justo, hermano de Jesús, y Pedro.


Al Concilio de Nicea asistieron unos 300 obispos, de los que sólo cuatro pertenecían a la iglesia de Occidente, entre ellos Osio. El obispo de Roma, el papa Silvestre, ya muy anciano se hizo representar por dos sacerdotes, Víctor y Vincentius.


El Concilio se desarrolló del 20 de mayo al 25 de julio del año 325. En él participaron algunos obispos, como Osio, que tenían en sus cuerpos las señales de los castigos que habían sufrido por mantenerse fieles en las persecuciones pasadas todavía muy recientes. El emperador Constantino, que por esas fechas aún no se había bautizado, facilitó la participación de los obispos, poniendo a su disposición los servicios de postas imperiales para que hicieran el viaje, y ofreciéndoles hospitalidad en Nicea.


La apertura del Concilio se realizó por el Emperador con gran solemnidad. Después de ser saludado en una breve alocución, Constantino pronunció un discurso en latín, expresando su deseo de que se restableciera la paz religiosa. El emperador abrió la sesión en calidad de presidente honorífico y, además, asistió a las sesiones posteriores, pero dejó la dirección de las discusiones teológicas en manos de su consejero el obispo Osio de Córdoba, quien presidió el Concilio, asistido por los dos representantes del Papa. En aquella época, el emperador estaba bajo la influencia de Osio, a quien, junto con San Atanasio, hay que atribuir una influencia preponderante en la formulación del símbolo del Concilio de Nicea, el Credo de la Fe. El documento, redactado en su versión definitiva por Osio, “Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador de todas las cosas...” fue firmado por él y a continuación circulado para la firma de los obispos por los funcionarios imperiales. Todos los obispos, salvo cinco, se declararon prestos a suscribir dicha fórmula, convencidos de que contenía la antigua fe de la Iglesia Apostólica. Los oponentes quedaron pronto reducidos a dos, Teón de Marmárica y Segundo de Tolomeo, que fueron exiliados y anatematizados. Arrio y sus escritos fueron también marcados con el anatema, sus libros fueron arrojados al fuego y él fue exiliado a Iliria. Una vez acabadas las sesiones del Concilio, Constantino celebró el vigésimo aniversario de su ascensión al Imperio e invitó a los obispos a un espléndido banquete, al final del cual cada uno recibió ricos presentes. Varios días después el emperador solicitó que tuviera lugar una sesión final, a la cual asistió para exhortar a los obispos a que trabajaran para el mantenimiento de la paz; se encomendó a sus oraciones y autorizó a los padres de la Iglesia a que regresaran a sus diócesis y así lo hizo Osio.


Muerto Constantino (337), en el año 355 el Emperador Constancio II, convertido al arrianismo y temeroso de la influencia de Osio, intentó acabar con su firmeza, respondiendo éste a las amenazas del Emperador con una carta en la que le comunicaba su disposición a padecer tormento antes que ser traidor a la verdad. Esta contestación irritó a Constancio II, quien le hizo comparecer ante un concilio arriano, donde fue azotado y atormentado. Los hechos relacionados con los últimos días de su vida están lejos de ser claros. Firmó, bajo presión, la declaración conocida como la segunda fórmula sirmiense (la primera era la profesión de fe de 351) que fue publicada como la fórmula de Osio. Rehusó, sin embargo, abandonar a Atanasio que habla de él como lapso “por un momento”. Tras haber servido al propósito por el que los arrianos le habían traído a Sirmium probablemente volvió a España donde murió a los 101 años de edad.


La Iglesia ortodoxa griega lo venera como santo el día 27 de agosto.

Osio es el primer biografiado del Liber de viris illustribus de san Isidoro de Sevilla.

Feliz Año 2014
MAG